CIUDAD DE MÉXICO. — Cuando en 1898 España perdió sus últimas colonias en América, y Estados Unidos se constituyó en la potencia hegemónica de la región, los intelectuales y políticos españoles, que vivieron el tránsito del siglo XIX al XX, reaccionaron a la crisis de su imperio de múltiples formas. Una de ellas fue el reformismo republicano de pensadores como Luis Morote, autor de un libro titulado La moral de la derrota (1900), que, purgado de sus acentos regeneracionistas o eugenésicos, sigue siendo lectura pertinente. Morote proponía, en síntesis, no entender la derrota como el pretexto para una revancha sino como la oportunidad para emprender una reforma profunda de las instituciones sociales, económicas y políticas del país, que acabara con el centralismo, la desconfianza ante la ley, el desprestigio del régimen parlamentario y la ortodoxia de la educación y la cultura.
He recordado el libro de Morote observando las reacciones de la oposición y el exilio ante el anuncio del restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba y el inicio de las conversaciones entre ambos gobiernos. Lo que se dio a conocer el 17 de diciembre y comenzó en estos días, en La Habana, no es el fin sino el comienzo de una negociación, que será larga, tensa y zigzagueante. No tiene, en modo alguno, la consistencia de un desenlace, una reconciliación o un borrón y cuenta nueva. Las principales demandas de ambos gobiernos —fin del embargo y de la Ley de Ajuste Cubano, desde La Habana, y democracia y respeto a los derechos humanos, desde Washington—, se mantienen en pie. Dada la gran relevancia simbólica y, a la vez, la poca solidez política, que tiene la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba, podría pensarse que lo más racional y conveniente para la oposición y el exilio sería recibirla con moderado optimismo. Lamentablemente, no es así.
A diferencia de la moral de la derrota de Morote, la del exilio y la oposición no responde a un aprovechamiento de la coyuntura para acelerar la lógica reformista del Gobierno y radicalizarla o rebasarla por medio de una verdadera democratización política. Los sectores más inmovilistas del régimen, por su parte, también se sienten defraudados o incómodos con la negociación y tienen a la mano toda la fuerza represiva del Estado para revertir el proceso en cuanto amenace sus intereses. Los antecedentes de una situación como esta son conocidos: el Pacto Kennedy-Jrushov, visto por unos y otros como claudicación, los diálogos durante el gobierno de James Carter, con su saldo de excarcelamientos y éxodo del Mariel, la diplomacia del primer mandato de Bill Clinton y el atentado contra las avionetas civiles de Hermanos al Rescate. ¿Se repetirá la historia, esta vez?
Otra vez, la “traición”
Una parte del liderazgo de la oposición y el exilio —por suerte no todo ese liderazgo— ha asumido el inicio de la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba como una derrota o como una traición. Es una reacción comprensible, si se tiene en cuenta que las expectativas históricas de esos líderes han estado puestas en un derrocamiento del Gobierno cubano y una reconstrucción económica y política del país, encabezada por ellos mismos. A pesar de que la idea de una transición pacífica a la democracia ganó terreno desde principios de los 90, bajo el aliento de los cambios en Europa del Este, esos líderes nunca asimilaron plenamente que el diálogo y la negociación son elementos indispensables de todo tránsito democrático. Rechazaron esas reglas y, en sintonía con la clase política cubanoamericana, se aferraron al reforzamiento del embargo comercial y a la subordinación de la iniciativa opositora a Washington y a Miami.
Ha sido un error costoso, propio de sujetos que nunca trascendieron realmente la Guerra Fría, y que ha durado demasiado. Hoy ese error se presenta a veces —no siempre— bajo la paradoja de una oposición y un exilio que en vez de enfrentarse pacíficamente al Gobierno de Raúl Castro, en busca de un mayor contacto con la ciudadanía, que les permita movilizar la voluntad popular a favor de una reforma constitucional y electoral, que les otorgue la legitimidad que merecen y los convierta en actores protagónicos del cambio democrático, prefieren enfrentarse al gobierno de Barack Obama. En su versión más extrema, y también más ridícula, esa moral de la derrota llega al punto de atribuir al Gobierno de Estados Unidos —y a la Unión Europea, Canadá, el Vaticano, por no hablar de toda América Latina— el objetivo de preservar el régimen cubano intacto e, incluso, perpetuar a los Castro o a sus sucesores en el poder.
La moral de la derrota puede tener sentido como la apuesta testimonial de una oposición y un exilio, que se saben incomprendidos por el mundo, empezando por la parte de ese mundo que ha considerado siempre su aliado —Estados Unidos— y que no aspira ya a intervenir en el presente sino a dejar un gesto de intransigencia para la memoria. Pero no es eso a lo que aspiran muchos de los líderes de la oposición y el exilio que hoy se sienten engañados por la Casa Blanca y el Partido Demócrata. Esos líderes siguen deseando intervenir en el presente y el futuro de Cuba, aunque, lamentablemente, piensan que el instrumento más poderoso del cambio no es la movilización ciudadana o la persuasión reformista en la Isla sino el embargo comercial y la presión internacional contra el régimen, capitaneada por Washington.
El desplazamiento de roles que provoca esa reacción ya está produciendo efectos ideológicos y políticos, perniciosos para la democratización de Cuba. Si antes del 17 de diciembre la oposición y el exilio estaban divididos, ahora lo están aún más. Difícilmente, quienes asumen que su deber es oponerse a la actual política del presidente Obama hacia la Isla se entenderán con quienes piensan que la misma ofrece mayores oportunidades para concentrar la presión democrática en la Isla a partir de la movilización ciudadana, de demandas concretas y eficaces de ampliación de derechos civiles y políticos y de reformas electorales y constitucionales. Entre la represión del Gobierno de la isla y la desconfianza de los congresistas cubanoamericanos, quienes apuestan a la vez por la normalización de relaciones y la democratización política pueden quedar más marginados en los próximos años.
La parte del liderazgo del exilio y la oposición que ya está involucrada en el boicot de la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba actúa desde una rígida perspectiva de corto plazo. Sus miras están puestas en las elecciones de 2016, cuando se proponen elegir a un presidente republicano que revierta las medidas adoptadas por Obama. Eso quiere decir que, en los dos próximos años, su mayor interés no estará puesto en la presión interna a favor de la democratización de la Isla sino en el lobby anti-Obama y anti-demócrata. Los líderes de la oposición interna que ya vemos atacando las medidas del presidente en Washington y Miami se multiplicarán en los meses que siguen, como peones de las campañas electorales de ambos partidos en Estados Unidos.
Si el objetivo es la democratización del sistema político cubano, esa perspectiva no podría estar más equivocada. No solo porque se aferra al corto plazo sino porque su rango de probabilidad es estrecho, toda vez que en 2016 puede ganar un demócrata la presidencia de Estados Unidos, que dé continuidad a la política anunciada el pasado 17 de diciembre. Pero tal perspectiva es errónea, ideológica y políticamente, porque despoja a la oposición y al exilio de algunos de sus anclajes simbólicos fundamentales, como son el vínculo histórico con Estados Unidos, la apuesta por una economía de mercado, como la que este país personifica, y, sobre todo, el reconocimiento de la defensa y promoción de los derechos humanos como uno de los elementos constitutivos de su política exterior. Si Washington, según esos líderes, no está haciendo lo que hace en Cuba, en concordancia con las premisas de su política exterior, sino como una operación de realpolitik, encaminada a consolidar y no a cambiar el castrismo, entonces la tarea de la oposición y el exilio es tan irreal como oponerse, a la vez, al Palacio de la Revolución y a la Casa Blanca.
La reacción de esos sectores de la oposición y el exilio ha sido muy parecida a la de la zona más fidelista e intransigente del régimen. Ahí también se está viviendo, por estos días, un duelo no declarado, que sus oficiantes liberan por medio de una melosa apelación a la autoridad de Fidel Castro, quien supuestamente habría previsto el escenario actual, o de la advertencia de que “el imperio”, aunque se “ponga guantes de seda”, sigue siendo el mismo imperio que ha intentado apoderarse de Cuba desde siglo XIX. En Granma, Cubadebate,Juventud Rebelde y otras páginas electrónicas del PCC o la UJC y en los principales blogs oficialistas de la Isla leímos en 2008 y 2012, durante las dos elecciones de Obama, reiterados llamados a enfrentar el “soft” o “smart power” de una nueva generación de demócratas, que tras la candidatura del primer presidente afroamericano, se proponía lo mismo que sus antecesores.
Esos círculos intransigentes de la Isla también se sienten derrotados y traicionados por un restablecimiento de relaciones que no partió de la premisa de la derogación del embargo y de la Ley de Ajuste, las dos principales demandas del régimen en los últimos 20 años. Los tiempos de los “cinco puntos innegociables” del Gobierno cubano, para cualquier entendimiento con Estados Unidos, han quedado atrás. Pero aunque son cada vez más minoritarios, sigue habiendo, en los medios de comunicación, los sectores ideológicos del Partido y el Gobierno y la policía política, sobrevivientes de la “Batalla de Ideas” que aún sueñan con poner de rodillas al imperio y que ya se preparan para un golpe de timón, que, con la inevitable represión que lo acompañe, reduzca aún más el estrecho margen de acción pública con que cuenta la oposición.
La represión, como vimos en los últimos días del año pasado, se mantiene intacta en Cuba, aunque cambia de método. El Gobierno parece dispuesto a liberar a la mayor cantidad de presos políticos, reconocidos por organismos internacionales, pero no a tolerar que la oposición convoque a la ciudadanía en las calles para manifestarse a favor de una ampliación de las libertades públicas. A cambio de la neutralización de cualquier activismo cívico, el régimen podría incentivar, en los próximos tres años, una intervención de los opositores en el proceso electoral, aunque difícilmente lo haga si logra renegociar, con la normalización diplomática, su popularidad perdida. Tan consciente es ese Gobierno del impacto negativo que tiene la represión en la apertura diplomática que intenta propiciar, como de la enorme simpatía popular que goza, dentro de la Isla, una buena relación con toda la comunidad internacional.
Dado que para el Gobierno es una prioridad la negociación en curso con la Unión Europea, Estados Unidos e, incluso, la OEA, la oposición tiene, en ese nuevo escenario, un campo de acción doméstico, cuyo único límite es la represión. Más que cabildear en Washington o en Bruselas para que no se revoque el embargo o se mantenga la Posición Común, el reto parece ser, en resumidas cuentas, la presión interna y, también, la persuasión reformista, por medio del contacto franco con sectores de la sociedad civil, las organizaciones no gubernamentales, la Iglesia, los intelectuales y círculos aperturistas del Gobierno. La oposición no tiene por qué aceptar la condición de “enemigo” que el régimen le impone por medio de las leyes constitucionales y penales y, sobre todo, por medio de la represión. Una manera de despojarse el estigma es el diálogo con todas las zonas críticas de la esfera pública insular, donde hay actores trabajando desde hace años en proyectos atendibles de reforma política.
Uno de los objetivos básicos del régimen, en la última década, ha sido aislar a la oposición de la Iglesia, los intelectuales y otros sectores de la sociedad civil, sensibles al mensaje del cambio democrático. El proceso de normalización diplomática, no solo con Estados Unidos sino con toda la comunidad internacional, es una coyuntura favorable para quebrar ese cerco imaginario y romper las fronteras artificiales entre el activismo cívico y la oposición política. Los tres próximos años, que coincidirán, además, con un nuevo ciclo electoral que debería desembocar en la elección de un nuevo Consejo de Estado en 2017 y una sucesión de poderes en 2018, son el momento propicio para una reinvención de los opositores cubanos que los convierta, finalmente, en actores legales y legítimos de la democratización de la Isla. El largo proceso de negociación, que apenas comienza, no tiene que culminar, necesariamente, en una reconversión autoritaria del régimen. De la inteligencia de la oposición depende, en buena medida, que no sea el desenlace.