PUERTO PADRE, Cuba – Alea iacta est (la suerte está echada), me dije, saliendo a su encuentro. Aunque los tres policías llegados a bordo de un jeep aguardaban para detenerme la mañana del pasado viernes junto a la carretera de Cayo Juan Claro (Puerto Carúpano), en realidad el lugar del arresto lo había elegido yo el 2 de octubre de 2014 mientras me encontraba en Fort Worth, Texas.
Los oficiales que iban a arrestarme estaban en un lugar simbólico. Justo a la entrada del puerto donde autoridades cubanas y norcoreanas ocultaron, bajo miles de sacos de azúcar en las bodegas del carguero Chong Chon Gang, un cargamento de armas prohibidas por la ONU que pretendían pasar de contrabando por el Canal de Panamá.
Pero yo ni de forma legal o moral tenía nada que ocultar, y salí al encuentro de los policías a descubierto; a la vista un cañón carcomido de escopeta calibre .410 que este octubre cumplirá 104 años. X 11, dice la inscripción en el metal de la que fuera mi escopeta de niño.
Desarmándome de a poco
Ya el 22 de julio de 2009 la policía había incautado mi Remington Wingmaster 870 de calibre 12, y cancelado mi licencia para portarla. Todo por mi ejercicio como periodista independiente. Aquello fue un duro golpe, pues practico el tiro deportivo desde que tenía 12 años, y mi hijo menor –que vive conmigo y venía haciéndolo también desde esa edad– ya no podría continuar ejercitándose en su país, mientras su hermano mayor sí puede continuar haciéndolo con toda libertad en Estados Unidos, donde reside.
Peticiones para restituir nuestro derecho constitucional a practicar el tiro deportivo y la caza, según el artículo 52 de la Carta Magna –“todos tienen derecho a la educación física, al deporte y a la recreación”–, fueron dirigidas al ministro del Interior Abelardo Colomé Ibarra y al general Raúl Castro, pero nuestros reclamos fueron desoídos.
Claro, “todos tienen derecho” constitucional si mantienen “una conducta acorde con las normas de convivencia socialista”, dice el Decreto-Ley 260 Sobre Armas y Municiones.
Quienes en Cuba cuentan con licencia para poseer armas deportivas, según el Decreto-Ley No. 262 de 2008 del general Raúl Castro, incluso pueden importar, previo permiso del ministerio del Interior antes de viajar, tanto las armas como sus accesorios y municiones; autorización que avala la importación de escopetas y cartuchos, por ejemplo, ante las autoridades aduaneras. Pero al cancelar mi licencia –no por infracciones administrativas o comisión de delitos, sino por el ejercicio del periodismo independiente, esto es, la Ley Mordaza–, la posibilidad de importar un arma deportiva ya no existíapara mí.
Lo decidí: ejercitaría mi derecho a la desobediencia civil
En Texas, cuando en lugar de comprar para mi hijo una auténtica escopeta debí optar por traerle de regalo la réplica en plástico de una Remington Wingmaster, lo decidí: ejercitaría mi derecho a la desobediencia civil. No lo haría por mí, ni por mi hijo ni por la escopeta que, con tecnicismos jurídicos y silencios gubernativos, nos fue robada: lo haría por Todos los Derechos conculcados a los cubanos.
Al gobierno de Cuba, que contraviniendo las resoluciones de la ONU embarcaba armas ocultas bajo sacos de azúcar, mientras despojaba a sus ciudadanos de viejas escopetas de caza por su forma de pensar, no había mejor forma de desobedecerlo de forma civil y pacífica que con su mismo actuar; pero, a diferencia de ellos, no oculto sino a la vista de todos. “Si el gobierno cubano embarca armas a escondidas, algo prohibido por la ONU, el arma que ustedes me niegan la llevo yo a la vista pública. Y moralmente no están legitimados para encarcelarme”, pensé.
Aquel viejo cañón de poco calibre era todo un símbolo, y como tal, debía enarbolarlo pacíficamente. Era lo único que quedaba de la pequeña escopeta que me había regalado mi padre cuando cumplí doce años, obsequio que ahora yo no podía hacer a mi hijo.
Por eso había hecho reconstruirle al arma el cajón de los mecanismos; aunque sin gatillo, porque ¿para qué? No era preciso disparar cartuchos: preciso era argumentar hechos, disparar palabras que hirieran más a la injusticia que el mismo plomo.
El arresto
Antes de salir del taller donde desde hacía meses –a la vista de los soplones de la (in)Seguridad del Estado– reconstruía la vieja escopeta, había llegado el momento vislumbrado aquel día en aquella armería en Fort Worth. “Te están esperando ahí afuera, para cogerte” me dijo alguien. “¡Vamos allá!”, dije yo entonces.
Como el arresto debía ser público y notorio, cuando salí del taller no continúe por la carretera hacia los policías, sino que –según lo había planeado ya– me desvié unos pocos metros, encaminándome a la Tienda de Materiales de Construcción del otrora Central Delicias, hoy llamado Antonio Guiteras. Fui por allí para ser detenido a la vista de clientes y empleados, para que no fuera un arresto en solitario y todos pudieran escuchar lo que en esa detención se dijo. Y así ocurrió.
“¿Qué lleva ahí?”, preguntó un policía mientras otros dos me rodeaban, después de bajar del jeep que llegó rápidamente. Al frente de la escena, en el comercio de materiales constructivos que fuera cuartel de los bomberos, la gente dejó de comprar y vender para ver qué ocurría.
“Acaso no ve que es el cañón de una escopeta”, respondí. Era las 11:05 a.m. Entonces el policía lo tomó diciéndome: “Deme su carné de identidad y el celular. Tiene que acompañarnos”.
“¿Y los mecanismos?,” dije a los policías antes de subir al jeep patrullero.
“¿Qué mecanismos?” preguntaron ellos. “Los de la escopeta”, añadí yo, sacándome del bolsillo el cerrojo. Los policías se miraron. “Ya vamos ganando”, me dije.
“¿Por qué mejor no va a cazar con algún amigo? ¿Usted tiene un monte, no?”, increpó uno de los gendarmes. “Porque yo también tengo derecho a poseer armas; y el del monte, es mi padre”, concluí. El uniformado hizo silencio. En la tienda la gente miraba, también en silencio.
Coda
Conducido a la estación de policía municipal, uno de mis captores preguntó que si me llevaba arriba –ante la (in)Seguridad del Estado–. Alguien le sugirió que fuera con el arma ocupada, sin el detenido. Y al cabo de poco más de una hora de proceso, asistido de un camarógrafo que registró cada uno de mis gestos y de mis palabras, un instructor penal formuló el siguiente cargo:
“Méndez Castelló, usted está acusado de portación y tenencia ilegal de armas [construcción mediante, porque sólo el cañón es de fábrica], que incurre en sanción de privación de libertad de tres a ocho años”, declaró el funcionario.
“Sí. Portación y Tenencia Ilegal de Armas. Artículo 211 del Código Penal, porque indebidamente ocuparon mi Remington y cancelaron mi licencia”, respondí yo.
“Eso no le da derecho. Usted es jurista, usted conoce la ley”, dijo el instructor del Departamento de Investigación Criminal y Operaciones. Pero yo aseguré: “Tengo los derechos universales a mi favor y por ellos lucharé. Estoy en desobediencia civil”.
“¿Desobediencia civil?”, preguntó mi interlocutor.
“La que de forma moral me permite desobedecer no la ley, sino la injusta aplicación de la ley. Si hoy me acusan por portación y tenencia ilegal de un arma, y acusan a otros por habérmela reconstruido, el ministerio del Interior instigó esos delitos cuando indebidamente canceló mi licencia para portar armas deportivas”, dije finalmente, ante oídos sordos.
Según el instructor, la capacidad del arma para funcionar como tal determinará qué hacer en este caso, por lo que la escopeta será remitida al laboratorio de criminalística para determinar si “está apta para el disparo”. “Que lo está”, aseguró el capitán a cargo de la acusación, “porque mire: no tiene gatillo pero si tiene su aguja percutora. Es la mejor escopeta inventada [hecha a mano] que he visto”. El mismo oficial me advirtió además que “mientras se realiza el peritaje y determina el curso de su caso, como no tiene antecedentes penales, permanecerá en su casa, de la que no puede ausentarse”.
Visto así, las puertas y ventanas de mi hogar se han transformado en rejas. Pero yo, en desobediencia civil, pienso como Thoreau: “Bajo un gobierno que encarcela injustamente, el lugar del justo también es la cárcel”.
Actualización:
Cubanet conversó con Alberto Méndez pocas horas antes del cierre de esta edición. El reportero había acudido a una cita con la policía la mañana de este 29 de julio donde le informaron que “no le dejarían salir de Puerto Padre”. No le aclararon, en cambio, hasta cuándo tendría lugar la medida. Méndez relata que él y sus interlocutores estuvieron “conversando como si estuviéramos en un parque” y que “le van a dar respuesta a su situación, pero no le han dicho nada más”.
Asimismo, durante la cita con la policía, le preguntaron si tenía en su poder “pólvora u otro explosivo”, ante lo cual Méndez respondió inmediatamente que no. Por su parte, las autoridades no han efectuado un registro legal de su vivienda.