LA HABANA, Cuba, julio (173.203.82.38) – Aunque se dice que los habaneros viven puertas adentro, el calor del verano los saca cada noche de sus casas, hasta pasada la medianoche. Se les puede ver sentados en los quicios de las puertas, en los contenes de las aceras y sobre pequeños bancos de madera.
Generalmente se agrupan por intereses compartidos. Mientras los niños corretean sudorosos, grupos de mujeres en cada cuadra los vigilan y al mismo tiempo se cuentan los últimos chismes del barrio.
Son frecuentes las mesas de dominó en las que jóvenes y viejos vociferan al poner la fichas oportunas, o comentando las jugadas desde afuera que, según dicen los entendidos, es desde donde se ven mejor.
Parejas de adolescentes aprovechan la oscuridad, o al menos las tinieblas de las calles habaneras, para intercambiar susurros, caricias, besos y cosas no apropiadas para describir en este artículo.
Vendedores ambulantes, tanto los recién autorizados como los furtivos de siempre, pasan a ratos ofreciendo helados, refrescos fríos y otras chucherías.
Los fines de semana aumenta el número de los que toman por asalto las calles para refrescar al aire libre y confraternizar con sus vecinos. Son pocos los lugares a donde ir y casi todos están fuera del alcance de los bolsillos del cubano medio.
La mala ventilación de las viviendas donde se hacinan, sin aire acondicionado, varias generaciones de una familia, la aburrida programación televisiva, la falta de otras opciones, el arribo de miles de personas del interior del país, que traen sus costumbres de sentirse familia de sus vecinos, y el agobiante calor del verano tropical, confluyen para ir cambiando la vieja idea de que en La Habana nadie conoce al vecino de al lado.