MIAMI, Estados Unidos. – Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), millones de niños y niñas en el mundo entero son víctimas de abuso sexual, sin importar el estrato social y económico en que vivan. Lo mismo son blanco de abusadores familiares, provenientes del círculo de amistades y vecinos, o también de desconocidos.
Depredador sexual —aquel que, desde una posición de autoridad, confianza o poder agrede sexualmente la integridad y voluntad de otro— puede ser una persona (casi siempre del sexo masculino) de cualquier creencia, militancia u orientación sexual. Puede serlo, incluso, una persona que se haya entrenado para sublimar sus deseos sexuales, como es el caso de los sacerdotes católicos. Bien sabido es el escándalo en el seno de la Iglesia Católica: en Estados Unidos y en Europa (en Latinoamérica también) gran cantidad de curas depredadores de monaguillos y catequistas de ambos sexos han sido encubiertos y trasladados a otras diócesis por sus jefes —obispos, arzobispos y cardenales.
Hay infinidad de estudios sobre el abuso sexual de menores. Todos indican que ese abuso de poder —sí, de poder— suele suceder con mayor frecuencia donde existen condiciones de desatención al menor o a la menor de edad, donde hay poco apoyo o calor familiar, en familias fragmentadas donde falta el padre o, a veces, la madre; donde se vive en medio de mucho estrés e intensa pobreza; donde en general hay escasa educación y valores; en hogares donde hay uso y abuso de drogas, alcoholismo, y violencia doméstica crónica; e incluso en hogares donde algún miembro de la familia ejerce la prostitución.
¡Ni que estuvieran hablando de la situación social en Cuba! Familias divididas, intensa pobreza, desesperante estrés, deficiente y a veces peligrosa vivienda, alcoholismo, violencia doméstica y feminicidios. Toda semejanza entre lo teórico y la realidad no es pura coincidencia.
No sorprende, entonces, que, en 2019, Juventud Rebelde destapara la noticia de los abusos sexuales de menores ocurridos en Cuba entre junio 2018 y mayo 2019. Nada menos que 2350 casos —reportados— en 12 meses, que equivale a 196 casos mensuales, o 6,5 casos diarios. De esos, el 72% fue perpetrado contra niñas menores de 12 años: 1692 adolescentes, para ser exactos. Noticias sobre este tema se publican en el semanario Escambray, el periódico La Demajagua, y otros medios estatales. Y el pueblo indignado les da enfoque visual por Facebook, YouTube e Internet.
Quiere decir que en 2019 había en la calle, sueltos y sin vacunar, que se supiera, no menos de 2000 depredadores sexuales. Según la prensa oficial de Sancti Spíritus, el 83% de los agresores “no tienen antecedentes penales y son personas con buena conducta social y magníficas relaciones en sus áreas de residencia, de ahí la confianza de que gozan en las relaciones con familias vecinas”.
En febrero de este año, en Santiago de Cuba, una vecindad completa se lanzó a la calle a entrarle a golpes a un violador reincidente que atacó a una niña en el barrio. A golpes con el agresor y a pedradas con la Policía. Una guerra campal hasta que los uniformados lograron llevarse al sujeto en una patrulla. Y hace unas semanas, en Marianao, pasó algo parecido. “¡Maten a ese hijoeputa!” gritaba la gente, según consta en las redes sociales.
También en Marianao, el pasado abril, dos agentes de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) intentaron violar a dos muchachas de 16 y 17 años que cumplían con un mandado de la madre de una de ellas. “¡Este país de pinga!” gritaban las mujeres de la cuadra en el medio de la calle en protesta.
Nada de esto es nuevo. Comenzó con la campaña de alfabetización y las Brigadas Conrado Benítez, en las que fueron al interior de la Isla más de 100 000 jóvenes a enseñar a leer y escribir al campesinado cubano. Allí se manoseó, se acosó y se violó a muchas jóvenes que se separaban por primera vez del seno familiar para fungir de masa desprotegida bajo las órdenes de un gobierno de hombres machistas.
Y continuó con las escuelas al campo, aquel experimento inhumano y desastroso que no fue otra cosa que trabajo obligatorio de menores en las faenas agrarias y que destruyó irreversiblemente cientos de miles de hogares y desempoderó al padre y a la madre cubanos. Los estudios arrojan que los menores que viven fuera del hogar están más propensos al abuso sexual, por razones de aprobación, sobrevivencia, comida y techo, donde los maestros y otros adultos terminan siendo los abusadores, desde su posición de autoridad y poder. El sistema de becas —como eufemísticamente se llamó— que comenzó en la década del 60 y duró hasta 2013, fue caldo de cultivo para el abuso sexual de los jóvenes cubanos.
En un simposio sobre violencia de género realizado el pasado noviembre en La Habana, el jurista y profesor de derecho Lázaro Ramos Portal presentó su estudio basado en “el análisis de 938 sentencias (por violencia) publicadas por el Tribunal Supremo (de Cuba) entre 1974 y 2016”. Ojo: hay estadísticas desde 1974 lo que confirma que esta no es una realidad nueva. Ramos señaló que los delitos sexuales más frecuentes son los abusos lascivos y las violaciones, seguidos por “corrupción de menores, abusos deshonestos, estupro, proxenetismo y rapto”. De los 938 casos, 180 fueron delitos de violencia sexual, donde el 81,1% de las víctimas fueron niñas de 12 años, y el 18,9% niños de 11 años (edades promedio).
Con todo y la Federación de Mujeres Cubanas, y el Centro Nacional de Educación Sexual, y las 175 Casas de Orientación a la Mujer y la Familia de la FMC que existen en el país, el abuso sexual de menores se suma a la violencia doméstica y de género y a los feminicidios para darnos una estadística brutal, especialmente si se analiza desde una óptica feminista. Es inaceptable y condenable que la Asamblea Nacional del Poder Popular haya hecho oídos sordos el pasado mes de noviembre al pedido de 40 feministas cubanas de una urgente Ley Integral contra la Violencia de Género y haya postergado su consideración al menos hasta el año 2028. Me temo que de la hecatombe machista no se salva nadie.
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