LA HABANA, cuba. — En 2013, cuando se iniciaron las negociaciones de paz en La Habana entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, aquello parecía el cuento de nunca acabar. Durante tres años, un ciclo de conversaciones tras otro terminaban en medio de desacuerdos e insatisfacciones de las partes. Por repetidas, aburrían las imágenes en la televisión cubana de la llegada de las dos delegaciones al Palacio de las Convenciones. La del gobierno, mínima, siempre apurada y sobria, sin declaraciones, solo el breve saludo con la mano a los periodistas del jefe de la delegación, el exvicepresidente Humberto La Calle. Y la guerrillera, nutrida y patibularia, ansiosa de hablar ante la prensa hasta por los codos, siempre con la más espesa retórica, oponiéndose sistemáticamente a cualquier propuesta del gobierno.
Hasta que viajó a La Habana Timochenko, el hombre que sustituyó a Manuel Marulanda al frente de las FARC, los voceros de la guerrilla, que solían ser Iván Márquez o Pablo Catatumbo, hablaban siempre bajo el escrutinio de Jesús Santrich, con sus gafas oscuras de ciego, encorvado, apoyado en su bastón, con cara de pocos amigos y talante de matón, siniestro como malvado de cómic.
En las negociaciones, la paz parecía ser lo que menos les importaba a las FARC-EP. Se mostraban más interesados en hablar, hacerse escuchar, hacerse propaganda, lavar su mala imagen de terroristas, secuestradores y narco-guerrilleros, hacer quedar como el malo de la película al gobierno colombiano y ganar tiempo.
Así, los guerrilleros tuvieron éxito en lograr el reconocimiento, con todas las de la ley, de su beligerancia. A costa de tener que admitir con regateos sus crímenes, las FARC-EP lograron convocar a La Habana a víctimas del conflicto, senadores colombianos, el presidente Juan Manuel Santos y el secretario de Estado norteamericano John Kerry.
Era comprensible el afán de las FARC por hacerse escuchar. Durante varias décadas, su lucha fue casi muda. El silencio que los envolvía databa de la guerra civil entre liberales y conservadores, que se prolongó desde 1948 hasta 1958.
Los remanentes de las bandas campesinas fueron abandonados a su suerte por los líderes liberales desde mucho antes de la especie de pacto bipartidista que fue el Frente Nacional. Los alzados que quedaron excluidos en la selva y las montañas dieron lugar a la guerrilla más antigua del continente.
Las FARC eran un ejército guerrillero integrado por más de 18 000 combatientes, bien armados, repartidos en 60 frentes. Era el mayor y más antiguo de los dos movimientos guerrilleros izquierdistas colombianos. El otro, con el que mantenía profundas discrepancias, era el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con unos 5 000 combatientes, fundado en 1964. Pero ninguna de las dos guerrillas pudo ganar el apoyo popular, sino más bien el repudio por sus métodos criminales.
En el sustrato de la guerrilla colombiana están no solo las agudas desigualdades de la sociedad colombiana, sino también la incomprensión y el desdén de las élites políticas por la mentalidad campesina de la inmensa mayoría de los guerrilleros. Recordemos que durante las conversaciones del Caguán, a finales de la década de 1990, los negociadores del gobierno se quejaban de los modales de los guerrilleros, que apestaban y comían con las manos.
En aquellas conversaciones, el presidente Andrés Pastrana, que viajó a la selva reunirse con Marulanda, siempre desconfiado, avieso y con la toalla al hombro, mantuvo una actitud paternalista que resultó errada. Creyó haberse ganado la confianza de Marulanda y haber conseguido de él un compromiso de palabra a costa de desmilitarizar y dejar a la guerrilla un territorio casi del tamaño de Suiza. Creyó que un campesino, como era Tiro Fijo, no incumpliría la palabra dada. Pero se equivocó. No tuvo en cuenta el resentimiento largamente acumulado de Marulanda, que acomplejado, fue incapaz de sobreponerse a lo que consideró la arrogancia y el egoísmo de los citadinos.
La reforma política de 1991 resultó insuficiente, porque lejos de aumentar el pluralismo y la inclusión, favoreció la fragmentación casi anárquica y la ingobernabilidad democrática.
Había suficientes motivos para el pesimismo respecto a las posibilidades de éxito de las negociaciones en Cuba entre el gobierno y las FARC-EP. En Colombia todo había conspirado contra la paz: el narcotráfico y la militarización de la lucha en su contra, los problemas del campo, las desigualdades sociales, la criminalización de la protesta social, la corrupción y las conexiones de los políticos con el crimen organizado y el paramilitarismo, así como el débil compromiso del Estado colombiano en la protección de los derechos humanos.
Pero llegó Timochenko a La Habana, dando y exigiendo garantías para el desarme, conduciéndose como el político que pretendía ser en el país pacificado y no como el cabecilla de la siniestra narcoguerrilla que hasta entonces había sido.
Finalmente, se logró un acuerdo de paz que, luego de ser rechazado en un referéndum por la mayoría de los colombianos, fue impuesto casi que a la cañona por el presidente Santos.
Las FARC se transformaron en un partido político, pero fracasaron estrepitosamente en las urnas. Luego, decenas de guerrilleros desmovilizados fueron asesinados por los paramilitares o por sus propios camaradas en pugnas internas que originaron el rearme de varias bandas guerrilleras, las llamadas “disidencias de las FARC”.
Ahora que Gustavo Petro tuvo la suerte que le falló a Timochenko y sucedió lo que parecía increíble, que en Colombia hubiese un gobierno izquierdista, probablemente sean más fáciles las negociaciones entre el Estado colombiano y el ELN. Principalmente porque los regímenes de Cuba y Venezuela, ambos muy influyentes con la guerrilla, junto a Noruega, son mediadores en las conversaciones de paz.
Desde su fundación en 1964, el ELN fue más afín con la teoría del foco guerrillero que auspiciaban Che Guevara y Fidel Castro. El ELN, como más tarde el M-19, fueron “atendidos” por el tenebroso Departamento América que dirigía desde La Habana Manuel Piñeiro (Barbarroja). Muchos guerrilleros pasaron por Cuba, donde recibieron cuidados de salud, adoctrinamiento ideológico y entrenamiento militar.
Y en Venezuela, primero bajo el régimen de Hugo Chávez y actualmente con el de Nicolás Maduro, el ELN ha estado como en su casa. Según un reciente informe de Insight Crime, en Venezuela, cerca de la frontera con Colombia, hay campamentos del ELN y de las disidencias de las FARC, solo que los primeros son los preferidos de Maduro. Lo prueban los narconegocios que hacen los guerrilleros con total impunidad y la seguridad de que disfrutan, en contraste con los disidentes de las FARC, varios de los cuales han sido asesinados en misteriosos ataques a sus campamentos.
Al régimen cubano —que luego que perdió el subsidio soviético se vio obligado a cambiar de táctica y entibió sus relaciones con los grupos guerrilleros del continente—, la relación con el ELN le está dando más pérdida que beneficios.
Recientemente, luego de que el gobierno de Petro retiró la orden de captura en su contra, llegó a Venezuela, procedente de Cuba, donde llevaba tres años hospedada, la delegación del ELN. Negarse a entregarlos al gobierno colombiano —como reclamaba el presidente Iván Duque— por su responsabilidad en el ataque terrorista contra una escuela de policías donde murieron 21 personas y 68 resultaron heridas costó a Cuba ser incluida por el gobierno norteamericano en el listado de estados que apoyan el terrorismo.
Por el momento, Nicolás Maduro es el que obtiene más ganancias de su mediación en Colombia para limpiar su muy deteriorada imagen y posar ante el mundo como pacifista.
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