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LA HABANA, Cuba.- Todo comenzó una noche, quizás calurosa y estrellada, hace ya cincuenta y nueve años. Un 28 de septiembre de 1960, desde ese edificio que aún se llamaba Palacio Presidencial, pronunció Fidel Castro un discurso que escuchó, y aplaudió, una multitud de habaneros. El parque que está frente a “Palacio” es espacioso, pero no creo que en sus dimensiones consigan reunirse un millón de capitalinos, como se empeñan en afirmar los cronistas de la “revolución”.
Cuentan, quienes acostumbran a reseñar la concentración de aquella noche, que se escucharon explosiones de bombas, y que fueron tales detonaciones las que hicieron sugerir a Fidel la creación de unos comités de defensa de la “revolución”. Dicen que tras la “proposición” respondió el pueblo vitoreando, apoyando la idea de agruparse en contra de las bombas y frente a cualquier enemigo. Quizá se “inauguraba así la vocación cubana por las grandes epopeyas” después de escuchar algunos petarditos que pudieron ser de “atrezo”, y se volvieron “escenario” ideal para “fundar”.
Durante aquella jornada de nocturna fundación no estaba aún emplazado el cañón desde el que muchas veces vimos y vemos todavía descender, en fotografías, a Fidel Castro en Playa Girón. Durante aquella jornada el inmueble no había dejado de ser el Palacio Presidencial para convertirse en Museo de la Revolución; entonces no había desparecido el Parque Zayas ni estaba el Granma en su lugar, en ese “memorial” en el que luego se convirtió, y tampoco estaban las piezas relacionadas con la crisis de los misiles.
Durante aquel acto que hoy se mira como el que inauguró los CDR, el palacio era palacio aún, y estaban tapadas las marcas que dejaron los impactos de las balas disparadas por los jóvenes asaltantes del Directorio Revolucionario aquel 13 de marzo y que, según se cuenta, Batista mandó a tapar, y que destaparon luego los “revolucionarios” tan amantes de hacer visibles algunos impactos de balas.
Aquella noche de discurso y vitoreo, de aplausos y proclamas, no se juntaron los cubanos alrededor de una caldera en la que se ablandaban algunas viandas y huesos de cualquier animal, para degustar luego un mejunje caliente de raros olores y anómalos sabores, y que muchas veces terminaban obligando a sus degustadores a hacer con mucha urgencia algunos viajes al inodoro. Aquella noche fue la antesala de muchas borracheras y de broncas tumultuarias, de mucho ruido y poco sueño.
En la noche de aquel 28 de septiembre se fijó el inicio de la gran bulla. Aquella fue la noche que instauró el chivateo bullanguero y las peores acusaciones, las más atroces delaciones. Todo eso llegó unos días después, o quizá esa misma noche. Aquella “fundación” propició las peores barbaridades. Sus miembros, los asistentes a ese acto fundacional, hicieron las listas de los homosexuales que luego serían recluidos en las UMAP.
Con los “Comités de defensa de la revolución” se justificó la prohibición de matricular en la universidad a quienes no resultaban ejemplos de virilidad revolucionaria. Aquel día se inauguraron los actos de repudios, la tiradera de huevos, y el obligado exilio que se dispuso para “castigar” a los peores delincuentes. Aquella noche se dictaminó la peor “cacería de brujas” y se hicieron horrores en nombre de algo a lo que llamaron revolución socialista.
Y ya pasaron cincuenta y nueve años, y aunque ahora las caldosas son menos populares por las múltiples crisis que llegaron junto a la tan cacareada fundación, esos comités siguieron haciendo de las suyas y fueron también culpables de las “mil congojas” que nos acosaron desde entonces. Esos comités acosan y vigilan porque desconfían de cualquiera. Yo mismo tuve que interrumpir por un rato la escritura de este texto cuando mis vecinos vigilantes idearon una treta para acosarme de nuevo, pero continué.
Ya los presidentes no son los inquilinos de aquel palacio que se convirtió en museo. Los “presidentes” no vivieron entonces dentro de aquellas paredes, se fueron a pasar sus días en un sitio invisible al que llamaron punto cero, al que también se podría bautizar como “punto ciego”; un punto desde donde todo se desdibuja, donde todo se decide, pero que ni siquiera los ojos del pueblo “cederista” les permiten vizualizar. No sabemos tampoco si allí hay comités de defensa, no sabemos, si es que existiera, quien es su presidente ni a que sabe la “caldosa” que degustan en días de celebración.
En esos “comités” no se consiguen reconocer las grandes crisis y tampoco las más pequeñas; en esos comités nadie tuvo miedo durante la crisis de los misiles, nadie tuvo que hacer el viaje en balsa ni degustó un bisté de frazada de piso durante el “periodo especial”. Allí hay “jabón sin colas”, allí hay exquisiteces y, aunque luzca redundante y cursi, ambrosias. Los CDR cumplen cincuenta y nueve años y dentro de doce meses entrarán en la tercera edad, los CDR serán viejos, muy añejos, como la inmensa mayoría de los cubanos.
A los CDR les llegará la hora del deceso, eso lo sabemos todos, porque no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Lo que no consigo imaginar son los funerales, aunque si puedo intuir a los cantores que escribirán “versos” exaltados; quizá sea Raúl Torres el cronista del deceso, quien con su último pañuelo, bordado con el logotipo de los CDR, en una noche calurosa y sin estrellas, llore la muerte mientras mira de lejos al otrora “Museo de la revolución” recordando sus días de gloria, los de grandes “epopeyas” y barbaries, y quizá hasta se lleva de pronto una sorpresa al descubrir a un nuevo presidente apostado en alguno de los balcones del Palacio presidencial, que le hace un satírico guiño, pero no consigo reconocer la respuesta del cantor, la de muchos otros, pero la supongo.
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