LA HABANA, Cuba. – Esta podría ser, por suerte, la “crónica de una muerte fallida” que cuenta de un muchacho de quince años que quiso morir hace unos días. Fue su madre, desesperada, quien me hizo saber cada detalle; me contó del decaimiento de su hijo, del sueño, de la postración y la inconciencia, de las pastillas. Nerviosa, llorando, revivió cada detalle; habló de cuanto hizo para despertarlo. Al principio creyó que era una broma, una jugarreta del hijo para no ir a la escuela.
La madre se acostumbró a las falsas promesas de su hijo. “Te juro que esta será la última vez”; así empeñó su palabra, con frecuencia, este muchacho, y ella negociaba porque siempre le dolían las lágrimas del hijo. Ella negoció y él prometió que no volvería a pedir algo semejante, pero esta vez su hijo tenía un sueño más pesado, más real. Su “flojera” no era un simulacro y no reaccionaba a ningún estímulo, ni siquiera a los gritos desesperados de la madre.
En el hospital sospecharon un suicidio, un envenenamiento, y ella no supo que decir, aunque sabía que era posible, que esta vez era real, que ella tenía fármacos en su casa, antidepresivos. La madre lloró mientras los médicos tomaban decisiones, y también cuando examinaron la sangre y el orine de su hijo. Lloró sin contenerse cuando le dijeron que había tragado fármacos, muchos al parecer. Lloró todo el tiempo que duró eso a lo que ella llama enjuague estomacal. Lloró cuando habló con la psiquiatra, cuando miró el suero en alto que goteando llegaba hasta una de las venas de su hijo, y volvió a llorar cuando vio merodeando a un policía que luego haría preguntas.
Esa madre me pidió ayuda y yo respondí encogiendo los hombros. ¿Qué podía hacer? Ella suplicó, dijo que quizá yo lo ayudaba, y contó lo mismo que, algo más tarde, el hijo. El muchacho lánguido y amanerado no dudo en hablar. Llorando detalló la manera en que sus compañeros lo acosaban, lo abusaban. Supe por él que ocurría desde hace mucho pero que esta vez fue peor. “Fueron todos los del aula”. “Mariquita te jodiste, ya no te vas a casar”, y de la burla pasaron a los golpes.
No relataré cada detalle de la conversación porque su relato ya es un lugar común en cualquier escuela cubana, y lo novedoso apareció en el discurso de los adolescentes abusadores, en la aparición del supuesto matrimonio de ese muchacho que nunca había pensado en casarse con una mujer, y tampoco con un hombre; ese jovencito ni siquiera había soñado con “noviar”. Él no es más que un joven lánguido e imberbe, y muy amanerado.
Me resultaba curiosa esa certidumbre de los otros: …“ya no te vas a casar”, porque las burlas y los golpes fueron siempre un lugar común. Esos jovencitos abusadores, como sus mayores, como los católicos, como los evangélicos, como el gobierno mismo, mostraban su desprecio y repetían el discurso de esas instituciones. Los niños volvían a reproducir los criterios de Fidel Castro, quien consideraba a los gais: desvergonzados y ostentosos, sobre todo cuando se dejaban ver en “La Rampa” o frente al Hotel Capri. Fidel legitimaba entonces esos abusos que perduran.
Resultaba curiosa la alusión al matrimonio fallido en el que el chiquillo no había pensado. Los abusadores hablaban sin dudas del eclipse que dedicaron al artículo 68 de la nueva constitución, ese que dejó en vilo a la comunidad homosexual en Cuba, y que el poder puso bajo custodia del “pueblo”, un pueblo que jamás decidió nada, que solo recibió dictámenes, un pueblo que estuvo bombardeado, desde 1959, por los comentarios homofóbicos y despectivos de Fidel Castro y sus subordinados.
Los compañeros del abusado hablaban como sus mayores, repetían sus desprecios, y lo peor es que estaban amparados por el discurso oficial, ese que por primera vez “dejaba opinar”. Ese pueblo acostumbrado a enterarse de lo nuevo cuando ya estaba decretado, podía ahora decidir, vetar; al menos así lo creyó, y creció la segregación, el desprecio, el odio, y el jovencito lánguido no quiso vivir más en medio del acoso de una sociedad machista.
Otra vez se impuso el discurso discriminatorio. Y Fidel reapareció vestido de verde, con gorra y charreteras con estrellas, con altas botas militares, y armas largas que apuntan siempre a un “enemigo”. Castro volvía a descender “virilmente” de un “tanque de guerra”, fue una vez más el “macho a seguir”, el mujeriego. Eso vio el homofóbico, y reprendió por su cuenta sin ser castigado. Esa “revolución” volvió a ser, al menos en la escuela del lánguido, para “machos”.
Este joven pudo ser un número más en esa lista de suicidas, que no es nada corta en Cuba, esa lista qué, según algunos estudios, es superada únicamente por gigantes como Estados Unidos y Brasil, aunque no conozcamos nada de esas cifras en un país de larga tradición en esos ahogos. El suicidio no es novedoso en un país donde ya conocimos muchos hasta hoy, incluso en personajes muy públicos que sí consiguieron la muerte.
Este país ya sufrió algunas conmociones tras la “inmolación” de cubanos muy visibles, como Supervielle, aquel alcalde habanero que se quitó la vida cuando no consiguió dar a los habaneros el agua que les había prometido, y a quien sus votantes, “irónicamente”, levantaron un busto muy cerquita del monumento a Albear, el del acueducto. Los suicidios no son novedades en el país de Chibás y Dorticós.
Son muchas las desesperaciones en Cuba que llevan a la muerte, esas que ya salpicaron, hace poco, a la familia Castro y, hace un tiempo, a la familia Espín, tan cercana una de la otra. Aquí no son increíbles las muertes voluntarias porque ya supimos que Haydée Santamaría se pegó un tiro y que el gobierno castigó su atrevimiento, que solo muchos años después de aquel pistoletazo la llevaron a Santa Ifigenia junto a su hermano Abel, para castigarla por su atrevimiento. Yo conocí mucho a la hija de Haydée Santamaría; se llamaba Celia y murió, junto a su hermano Abel, después de que el auto que ella manejaba se estrellara contra un árbol.
Esos son los visibles, los que no se pueden esconder, los que descubre la prensa porque no le queda otro remedio, pero este muchacho es solo un número de una larga lista que propicia con mucha frecuencia un gobierno que negó esos “deseos”, que estimuló esos comportamientos discriminatorios. El suicidio llega siempre acompañado de amarguras, pero no siempre son Hamlet o Romeo y Julieta los suicidas. Muchas veces el protagonista fue un joven recluido en las UMAP, un abusado en el Servicio Militar Obligatorio o un adolescente lánguido, y desconocido, como este. ¿Y quiénes son los culpables? Esos que ridiculizan, ilegalizan, los deseos que legitiman la existencia, quizá por eso, cuando me despedí de la madre del joven lánguido y suicida, ella me aseguró que diría No a la constitución, porque ya no tiene que preguntarse por dónde andan los pesares de su hijo.