MIAMI, Estados Unidos.- Dicen los historiadores que las guerras de independencia de Cuba durante todo el siglo XIX constituyen la historia del sacrificio y la abnegación de las cubanas de cada época, desde la manigua hasta el exilio, desde los hogares donde eran dueñas o servían de sirvientas, hasta el barracón.
La Historia que se nos enseña en la escuela es la epopeya de los padres de la Patria, de los mambises, de los luchadores, de los generales, los mártires, los héroes. Muy pocas veces se nos habla de las madres de la Patria, de las mambisas, las luchadoras, las generalas, las mártires, las heroínas. No se menciona en los tomos de historia, por ejemplo, el sufragio femenino que lograron cientos de feministas cubanas que se organizaron en diversas asociaciones en las primeras tres décadas de la República. No se menciona la fecha del 3 de febrero de 1934, cuando, bajo la firma del presidente Carlos Mendieta, se elevó a nivel de ciudadano de primera clase a la población femenina de Cuba, el 50% de la población del país. Para los historiadores, ese parecería un día insignificante porque no figura como fecha patria insigne, como día de fiesta nacional.
Hay tantas experiencias sufridas por las cubanas que nadie conoce, que nadie menciona. Hoy quiero tocar un ejemplo. El pasado 17 de abril se cumplieron 60 años de la fallida invasión por Bahía de Cochinos, que se conoce en Cuba como la victoria de Girón. Fallida no por culpa de los valientes cubanos invasores, sino por el tremendo embarque —por no decir traición— que del gobierno norteamericano sufrió la Brigada 2506, al serle retirado el apoyo de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos.
Pero no es de la invasión en sí de lo que quiero hablar. Quiero hablar de las redadas en las que miles de hombres cubanos fueron detenidos arbitrariamente en toda la isla, sobre todo en La Habana, días antes de la invasión, para impedir su supuesta colaboración con los invasores. Y específicamente quiero hablar de los cientos de mujeres —madres, esposas, hijas, hermanas, novias, cuñadas y sobrinas— que fueron lanzadas a un abismo tratando de identificar dónde estaban detenidos los hombres de su familia que el día 15 y 16 de abril no habían regresado a casa a la hora de almuerzo, ni a la hora de la cena.
Esa búsqueda, por todas las cárceles y hoteles, estadios deportivos, y teatros que el régimen convirtió instantáneamente en presidios, duraría más de dos semanas. De un sitio a otro, de un lado de las ciudades a otro, así estuvieron estas cubanas buscando el paradero de sus esposos, hermanos, hijos, sobrinos, primos desaparecidos en una embestida del régimen contra ciudadanos de la sociedad civil. Tortura física y psicológica de mujeres a manos del gobierno machista de Fidel Castro, al tiempo que los aviones de las FAR sobrevolaban la isla supuestamente defendiendo a la población del “ataque imperialista”.
Nadie ha hablado jamás del suplicio de aquellas cubanas anónimas e inocentes que vivieron 15, 20, 25 días con la angustia de dar por muertos a sus hombres. Yo recuerdo aquel trance, porque se vivió en carne propia en mi hogar. Fue mi tío político —Carlos García Garbalena, esposo de mi adorada tía Carmita, abogado del Ministerio de Hacienda—, quien estuvo 22 días preso como resultado de aquella redada. Las mujeres de mi familia se dieron a la tarea de buscarlo por toda La Habana: mi tía Carmita, con cuatro meses de embarazo, mi madre ausentándose de la campaña obligatoria de alfabetización para acompañar a su hermana, mi madrina Celia que dejó el trabajo para responder a esta emergencia, mi prima Carmencita que ya había interrumpido sus estudios en la Escuela Normal de Maestros. Aquellas cuatro mujeres salían todos los días, sombrilla en mano, a tratar de dar con el paradero de Carlos.
Todos los días llegaban a casa, quemadas por el sol, deshidratadas y agotadas, sin respuesta, cada día todas más desesperadas que el día anterior. Recorrieron varias veces desde la Ciudad Deportiva hasta el Teatro Blanquita, desde las estaciones de policía hasta el Teatro América. A los 16 días aparecieron listas, y fue cuando a los familiares se les informó dónde estaban detenidos sus hombres. Carlos García había sido enviado a los calabozos del Castillo del Príncipe. Ubicado en el tope de una loma al final de la Avenida Carlos III, esa tenebrosa prisión del tiempo de la colonia estaba muy cerca de nuestra casa.
Mi padre me llevó un día a alcanzarle agua en un termo, y para que viera con mis propios ojos aquella desgracia. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Cinco días esperaron sentadas tía, mamá, madrina y mi prima en sillas plegables, abanicos en mano, debajo de unos árboles hasta que al fin comenzaron a bajar de la fortaleza los escuálidos prisioneros. Al quinto día vieron a la distancia, bajando por la loma, la estampa de mi tío, ahora flaco y desnutrido. Había perdido 22 libras en aquellas tres semanas.
Las cuatro mujeres de mi familia habían mudado la piel de tanto sol que cogieron, a pesar de las sombrillas. Tenían callosidades en los pies de tanto caminar y permanecer paradas. Refrescaban el ardor con compresas de vinagre. Ninguna pudo ponerse un par de zapatos durante días: como único calzado un par de chancletas. Mi tía Carmita colapsó el mismo día que soltaron a mi tío, y estuvo al borde de perder la criatura. Mi abuela, que permanecía en casa rezando rosarios en su sillón cada día que las cuatro mujeres de la familia Ramos salían en su peregrinaje, se agravó de su deficiencia cardíaca, y moriría a los pocos meses, en agosto.
Multipliquemos por miles el número de cubanas que fueron sometidas a semejantes zozobras y odisea en abril de 1961 por órdenes del máximo machista de Cuba, Fidel Castro. Sumémosle miles de presas políticas, las mujeres obligadas a emigrar dejándolo todo atrás. Las que perdieron esposos e hijos en el paredón de fusilamiento, o las que los perdieron ahogados en el Estrecho de la Florida. Las que pasaron años esclavizadas en la agricultura para poder salir eventualmente del país. Las 14 000 madres que enviaron a sus hijos e hijas solos al extranjero, algunas para no verlos jamás.
La hystoria de Cuba (sí, con “y” de “hysteriun = matriz, útero) hay que escribirla y contarla. Al igual que en los campos de reconcentración de Valeriano Weyler en el siglo XIX, en el siglo XX y en lo que va del XXI, ha sido sobre los sufrimientos y las vidas de las cubanas que se ha ultrajado a todo un pueblo. Sobre sus espaldas se ha escrito la Hystoria que hay que contar. Maldición a los hijos de Ángel Castro y a toda su descendencia. Con nada podrán pagar tanta ignominia.
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