LA HABANA, Cuba. – Por estos días he vuelto a releer las noticias y testimonios de las protestas del 11 y 12 de julio de 2021 (11J), entre ellas las relacionadas con mi detención. En medio de tanta incertidumbre, volver a esas fechas es un aliento.
Fueron en total cuatro días los que me mantuvieron en arresto e incomunicación por reportar las mayores protestas acaecidas en el país en más de seis décadas. Me arrestaron el 12 de julio. Tanto en la detención como en el posterior registro en mi vivienda, intervinieron varios efectivos militares. Mi padre me contó posteriormente que rodearon toda la cuadra, en donde habían apostado tanto patrullas policiales como hombres (militares) vestidos de civil con perros entrenados; ni siquiera le permitían entrar al apartamento a recoger sus pertenencias; un amigo tuvo que darle alojamiento para que no quedara en la calle.
Ernesto Dávila Gallardo, el oficial de la policía política que estaba al frente de la operación, le llegó a decir que me acusarían de “delitos contra la Seguridad del Estado”, los cuales pudieran conllevar una condena de hasta 30 años de cárcel o la pena de muerte. En ese estado de nervios, mi padre estuvo dos días recorriendo estaciones policiales, sin conocer mi paradero.
Fueron días tensos en todo el país. En la celda aumentaba mi desesperación por estar incomunicada y por la amenaza de encarcelamiento que constantemente se encargaban de recordarme los interrogadores.
Al principio me mantuvieron aislada, luego compartí celdas con otras mujeres detenidas por su participación en las manifestaciones. Escuchándolas, entendí por qué Dios me había puesto allí. En ese momento, ni las pésimas condiciones de la celda con mosquitos e intenso calor, ni los constantes y fuertes interrogatorios, ni la inminente posibilidad de ser condenada a prisión me parecieron tortuosos pues vi en aquella experiencia una oportunidad única para contar de primera mano lo que estaba sucediendo.
Algunas de esas mujeres llevaban más de 48 horas sin comunicación con el exterior y ni siquiera las habían instruido de cargos. Mabel estaba embarazada de pocas semanas y, pese a sus problemas con la presión arterial, no le habían dado asistencia médica. En una ocasión estuvo más de una hora diciendo al carcelero que se sentía mal, que la llevara a la Enfermería; se puso pálida y casi se desmaya, tuvimos que ayudarla a acostarse. Yo comencé a gritar llamando al guardia mientras hacía todo el ruido posible chocando contra la reja un termo de agua de aluminio que me habían permitido tener allí. Las otras muchachas me miraban asustadas, como si eso les pudiera traer problemas. Fue entonces que el guardia vino a ver qué sucedía y llevaron a Mabel a ver al médico.
Tres meses más tarde, la joven consiguió mi teléfono y se puso en contacto conmigo; me dijo que había perdido el bebé poco después de nuestra convivencia en aquel encierro, justamente por falta de atención médica estando aún encarcelada.
Karla, otra de las compañeras de celda de apenas 21 años, estaba detenida junto a su madre y hermana, de apenas 16 años de edad. A las tres les habían dado una golpiza durante el arresto, así me lo contaron mientras mostraban los moretones. Rosa, la madre, narraba lo difícil que fue para ella presenciar cómo los policías apaleaban a sus hijas solo por estar caminando por el lugar y momento “equivocados”.
Unos 12 meses más tarde, a Karla la condenaron a seis años de prisión. Estuve varias semanas debatiéndome si visitar a su madre, temiendo que tuviera vigilancia y que mi presencia pudiera crearles más problemas; hasta que Karla me contactó por WhatsApp y me dio una noticia que me ha hecho muy feliz: poco antes de salir su sentencia, logró escapar del país.
Mabel también lo hizo, para evitar una probable condena y el asedio constante de los órganos represivos, pero tuvo que dejar atrás a su esposo e hijo pequeño. Del resto de esas mujeres no he vuelto a tener noticias.
A mí me liberarían cuatro días después, pero con medida cautelar de reclusión domiciliaria, en espera de juicio por los supuestos delitos de “desorden público” e “instigación a delinquir”. Estuve 10 meses sin poder salir de mi casa, seis de ellos con la patrulla policial justo en la esquina más próxima, con sus respectivos agentes de la policía política al frente de aquel despliegue para violar mis derechos. Sobreviví gracias a mi pareja y amigos.
En esos meses, casi que se convirtió en una obsesión informar sobre el dolor de los presos y sus familiares; desde entonces, he estado en contacto con decenas de ellos. Por momentos, entre su dolor y mi impotencia por no poder hacer mucho más que denunciar, ha sido frustrante, abrumador, y el estrés ha colmado mi rutina; a veces incluso no puedo dormir bien, y entonces me digo a mí misma que debo tomarme un descanso, alejarme de las redes, pensar en otras cosas; pero ese pensamiento se esfuma en pocas horas, pues los presos y sus familias no tienen tregua alguna.
A dos años del 11J, hay más de 1.000 presos políticos en Cuba, cifra récord, la mayoría de ellos por su participación en esas protestas (incluso algunos son menores de edad). Las violaciones de derechos humanos y las torturas que han padecido se han podido conocer gracias a la labor de la prensa independiente y de organizaciones de derechos humanos.
Han sido dos años asfixiantes, llenos de sufrimiento, en el que no se ha logrado presionar lo suficiente y desde diferentes ángulos a la dictadura para lograr la liberación de todos ellos.
Hoy tenemos una sociedad con más miseria y represión, afectada además por el mayor éxodo en la historia del castrismo, y una sociedad civil y oposición debilitadas. Pareciera que la dictadura, una vez más, logró controlar el descontento popular; pero el futuro es impredecible, nadie imaginó que el 11J una multitud despertaría. Ese día cambió para siempre a Cuba y a los cubanos.
Cuarenta y ocho horas antes de la conmemoración del 11J, vuelvo a tener vigilancia policial y de la Seguridad del Estado; es una situación que para nosotros es predecible. Incluso nos preparamos abasteciéndonos de lo necesario para permanecer varios días sin poder salir a la calle.
Pese al agobio, me niego a ceder, a irme del país, a ignorar las noticias o los mensajes de los familiares de los presos o de aquellos que quieren que les sirva de vehículo para hacer sus denuncias. A veces hay que pasar por las circunstancias del encarcelamiento para comprender el estado de abandono y desesperación que colma a los presos.
Hacer periodismo en Cuba no es una simple profesión, es también un acto de rebeldía y de resistencia. Por eso la Seguridad del Estado me vigila constantemente y me arresta al salir a la calle. Mi casa se ha convertido en mi prisión. Pero vivo apegada a esta tierra y al dolor de su gente: sus historias son también las mías, contarlas es mi acto de liberación.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan la opinión de CubaNet.