LA HABANA, Cuba. — Durante toda la semana pasada y el primer día de esta, yo, como tantos otros cristianos en Cuba y el mundo, estuve centrado en las celebraciones de la Semana Santa. Tras rememorar el trance doloroso del Viernes Santo, todos los participantes llegamos, como felizmente sucede cada año, a la conmemoración gloriosa del Domingo de Resurrección.
Estas festividades son importantes para los creyentes de todo el mundo, pero me parece que lo son, en medida aún mayor, para los de Cuba. Es que nuestro pueblo, en vista del hundimiento total que ha sufrido la isla de la mano del régimen castrista, necesita más que otro cualquiera el asidero moral e intelectual que le brinda la prédica de Cristo (o aquellas análogas que pueda brindarle la creencia en otra divinidad).
El panorama que se contempla desde esta Gran Antilla es francamente desolador. La economía está en ruinas. La inflación es indetenible. Esto conduce a que los modestos aumentos de salarios y pensiones, que en diciembre de 2021 llenaron de ilusión y esperanza a algunos verracos, se hayan transformado, en alas de la galopante inflación, en una burla sangrienta para aquellos mismos infelices que se alegraron y se ilusionaron.
Lo más triste e irónico de todo esto es que, cuando este mismo régimen trepó al poder en enero de 1959, lanzó a diestra y siniestra las promesas más halagüeñas. ¿Recuerdan cuando el fundador de la dinastía aseguró que Cuba sería “el país con el nivel de vida más elevado del mundo”? ¿O cuando afirmó que nuestra isla llegaría a producir más leche que Francia y más queso que Holanda? (O al revés, que para el caso es lo mismo).
Los cubanos, deslumbrados por las medidas populistas que adoptaba el nuevo régimen, e ilusionados por sus promesas mentirosas, acataron a pie juntillas todo lo que afirmaban el “Máximo Líder” y sus socios. Y lo hicieron en tan gran medida, que incluso aceptaron echar al olvido las enseñanzas recibidas de sus padres y abuelos, y se dispusieron a hacerse copartícipes de la engañifa llamada “ateísmo científico” o, al menos, a simular que lo hacían.
Porque hay que decir que la modalidad castrista del socialismo burocrático se caracterizó, entre otras cosas, por adoptar de manera acrítica y literal, con fervor de nuevos conversos, no sólo los desatinos económicos ideados por Carlos Marx e implantados a sangre y fuego por los genocidas alias Lenin y Stalin. También acogió el furor que esos personajes tan poco recomendables sentían hacia la religión, a la cual le daban el sobrenombre de “opio de los pueblos”.
Estaban aún lejos los tiempos en que otro alucinado con el socialismo de corte estalinista intentara someter su país a sus designios totalitarios, pero sin dejar de hablar, viniera o no mucho al caso, sobre “Diosito”. Me refiero al golpista Hugo Chávez y la desdichada Venezuela del Siglo XXI.
No. Faltaban decenios para el arribo de esa nueva época. También para que en Cuba, sin llegar hasta la verdadera libertad de religión, sí se admitiese la libertad de culto. O para que incluso el único partido llegara a aceptar, entre sus miembros, a algunas personas que no esconden sus creencias religiosas. Algo que en la “época de esplendor” del marxismo-leninismo puro y duro, en los años sesenta o setenta, parecía una barbaridad, pero que ahora los comunistas, forzados por las realidades, aceptan.
Me estoy refiriendo a la época en que, para ocupar cualquier carguito “de medio pelo”, el aspirante debía llenar y entregar un prolijo cuestionario, que nuestro pueblo, con su gracejo característico, bautizó como “cuéntame-tu-vida”. Lugar prominente dentro del interrogatorio lo ocupaban las preguntas sobre las creencias religiosas (o carencia de ellas) del postulante. Y se sabía de antemano que quien diera una respuesta positiva podía contar con la ojeriza de las autoridades.
Aquella época inicial, durante la cual también se produjo la expulsión de cientos de sacerdotes, fue testigo del vaciamiento de los templos, así como de la ocultación de las imágenes y símbolos religiosos en las habitaciones interiores de las casas, cuando no en escaparates y gavetas.
Felizmente, esa situación quedó atrás. Y, que conste, tal cosa sucedió no por la buena voluntad de las autoridades castristas. Ello tuvo lugar por la firmeza con la cual, después de plegarse por un tiempo a las ínfulas ateístas del castrismo, los cubanos desistieron de seguir simulando su aceptación de esa doctrina y reanudaron sus prácticas religiosas de antaño.
Y debo insistir en que esto sucedió por suerte para ellos mismos. A esos efectos, debo retomar la interrogante del inicio del presente escrito: Porque ha pensado usted, amigo lector, ¿en qué situación de orfandad se encontrarían los cubanos de la Isla si, despojados de la fortaleza que les da la creencia en un Ser Superior, contemplasen la actual catástrofe nacional y se viesen separados de sus seres queridos que emigran!
La profundísima crisis general en la que está hundido el castrismo se manifiesta en todos los aspectos de la vida. En ese contexto, sus súbditos le hacen el “caso del perro” a las desfasadas peroratas inspiradas en el obsoleto marxismo leninista que de tiempo en tiempo dejan oír sus personeros y cotorrones. Todo esto representa sólo una faceta más del desmoronamiento en cámara lenta que, felizmente, está sufriendo el régimen.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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