LA HABANA, Cuba.- Luis Pérez Perdomo se llamaba. Tenía una impresionante personalidad y apariencia de haber sido guerrillero, por la barba —aunque demasiado corta— y su uniforme verde olivo.
Lo conocí en casa de unos amigos, los primeros días de 1959, recién llegado a La Habana para participar, como abogado, en los juicios que se celebraban en la fortaleza de La Cabaña contra los criminales de guerra.
En el seno del pueblo poco se sabía sobre los juicios rápidos y sumarísimos que se celebraban a militares, policías, y civiles vinculados supuestamente a la represión del régimen depuesto de Fulgencio Batista.
Ni siquiera en La Habana se supo que, en Santiago de Cuba, Raúl Castro había dado la orden de fusilar a más de setenta personas, en un mismo día del mes de enero de 1959, a las pocas horas de la partida de Batista y a pesar de que la pena de muerte no se había establecido legalmente, como se hizo quince días después.
En una ocasión, se vio al capitán Luis Pérez Perdomo en la televisión, relacionado con el juicio celebrado a Sosa Blanco, un espectáculo macabro cuyo escenario fue el estadio de la Ciudad Deportiva de La Habana, el día 23 de enero de 1959, y que superó con creces al circo romano de la antigüedad europea.
Fue por diciembre de ese mismo año que no se supo más del capitán Perdomo. Mis amigos, que también eran amigos suyos, se preguntaban dónde podía estar. Los comentarios eran muchos y confusos, pero nadie sabía nada. Vivíamos en un pleno torbellino revolucionario que hoy no se lo deseo ni a mi peor enemigo. El día 15 de ese mismo mes ya se había fusilado a 553 personas.
Como prueba de una amistad corta y extraña, como la veo hoy, me regaló la foto que se adjunta a esta crónica. En ella se ve al capitán Perdomo, aparentemente con cierto disgusto, porque un alto funcionario de la Embajada de Estados Unidos en Cuba le hacía saber que en el mundo se comentaba, con horror, los cientos de fusilamientos que Castro llevaba a cabo, carentes de verdaderos procesos judiciales.
He buscado, inútilmente, si el funcionario que aparece en la foto es el embajador norteamericano en La Habana, de aquellos momentos. Sólo sé que su nombre era Philip Bonsal, quien acudió al aeropuerto el 4 de mayo de 1959 para recibir a Fidel Castro y quien el 29 de octubre de 1960 es retirado “para un extenso período de consultas”, pero nunca más volvió a Cuba.
Justamente a finales de ese mes de octubre, el número de fusilados era de mil trescientos treinta cubanos.
Se trata de una historia bien oculta del régimen castrista, tan oculta como el nombre del capitán Luis Pérez Perdomo, puesto que no se explica cómo se necesitaron más de mil hombres para matar a un poco más de cien terroristas del Movimiento 26 de Julio y del Directorio Revolucionario, a manos de la Policía.